jueves, 11 de junio de 2009

Nacimiento


-No encuentro las cosas, dijo Lorbix haciendo aspavientos con las manos.
-Dichosos guardias, siempre rebuscando en nuestra madriguera, concluyó ORbix.
-Dejad todo eso y venir aqui, no disfrutaremos mucho de esta pequeña, tenemos que ser rápidos. DOrbix miraba la tela y la forma que se agitaba en su interior.

Ojos brillando de nuevo, lenguas viciosas y regusto de sangre. Olor intenso por llegar, lúgubre estancia llena de susurros y agonía.

-Tenemos que traerla de nuevo, necesitará una educación especial. El tono ironico de DOrbix hizo reir a los otros dos duendes, y si hubiera quedado algún atisbo de bondad en sus pequeñas caras, sin duda podría darse por desaparecido.

Al colocar la tela en la mesa, esta se movió un poco, la madera quejosa perdió su tonalidad, envuelta en el negro brillante de ligeros movimientos.

Se situaron los tres rodeando la mesa, justo tras haber colocado un cirio encendido pegado a la mesa, alto y de un brillo intenso, de llama bailarina a pesar de la espesa quietud del aire de la sala.

Poco a poco, de forma cuidadosa, las pequeñas manos se dedicaron a abrir un pequeño agujero en la tela, iluminándolo con la luz del cirio, llenando de luz la oscuridad. La reacción de la sombra en la tela primero fue de miedo, ondas alejándose de la luz, encogiendose, susurrando compasión en forma de negro azabache, color para una música sin sonido.

El tiempo se detuvo, las horas parecían no pasar en los gestos de los duendes, uno a uno de mirada impertérrita, concentrados, atentos a cualquier cambio, preparados para cerrar el agujero en caso de cambios inesperados.

Tras un par de latidos de los gélidos corazones de los duendes, o tal vez fueron varios días, la sombra cedió, se acercó poco a poco a la luz, y con el brillo se empezaron a experimentar cambios, al principio poco notables, pero con el paso de los minutos la tela empezó a crecer, a crecer tomando forma, forma de cuerpo humano, forma de mujer.

Los duendes comenzaron entonces a entonar un murmullo, un murmullo que resonaba por toda la estancia, por cada rincón de las antiguas piedras.

Junto con el murmullo volvieron a moverse, abriendo un poco más cada vez la tela de araña, ofreciendo la oscuridad a la luz, oscuridad que se iba difuminando en un color rosaceo de piel, suave y tersa, aterciopelada.

Cuando apenas quedaba oscuridad por descubrir, los movimientos inquietos de la nueva figura se calmaron, y ante la mirada de los duendes, unos ojos oscuros levantaron la mirada fijándose en la luz, ignorando a los duendes, curiosa, despierta por fin.

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